Avatar: The Last Airbender es una exitosa serie de anime, “de culto”, originalmente televisada por Nickelodeon (2005-2008) y cuya adaptación cinematográfica viene causando polémica desde que se anunció al (últimamente) impopular M. Night Shyamalan como su realizador. Algunos datos: se sustituyó la animación nipona por actores y efectos computarizados -convirtiéndolos a 3D en una movida tardía y por ello mal ejecutada- y durante el casting se alteraron las varias etnias del elenco principal.
El mundo se divide en cuatro naciones especializadas en la manipulación y el arte marcial de los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Un Avatar, capaz de manipular los cuatro elementos, se encarga de mantener el orden y la paz entre las naciones. Dos hermanos de la nación del agua, Katara y Sokka, dan por accidente con un niño, Aang, que encuentran vivo dentro de un témpano. Aang tiene toda la pinta de ser el Avatar, y prontamente la nación de fuego está a los talones de nuestro joven trío, que se lanza a la aventura en el uso de los cuatro elementos para tratar de liberar en el camino aldeas sometidas. Entre sus perseguidores está el exiliado príncipe Zuko, sombrío deuteragonista que necesita capturar al Avatar para recuperar la honra a los ojos de su padre, el rey del fuego.
El último maestro del aire (The Last Airbender, 2010) adapta y resume la primera temporada de la serie, de veinte episodios. Ese es el primer gran error de Shyamalan, el guionista designado: comprime ocho horas de información, exposición y desarrollo de personajes en tan sólo dos. El efecto cae confuso al ojo del espectador casual y devastador al fan de la serie: los personajes quedan reducidos a diálogo de exposición, lo cual redunda en actuación marginal, y los varios giros y planteos de la historia se pierden en algo genérico y compacto.
El implemento 3D ha sido guardado para cotizar aquellas escenas en las que se manipulan los elementos y la ocasional secuencia de acción. Muchas veces, ante estas escenas de destreza y maravilla, basta desviar la mirada a los actores, en el fondo, para darnos cuenta que no están actuando, sólo esperan su turno para meterse en la coreografía de fuego y agua que toma centro.
Resta volver sobre el último punto de controversia: el casting, a raíz del cual la película ha sido boicoteada por gran parte del público “fan”. En la película, los maestros del agua pasan de ser Inuit a caucásicos; el Avatar, originalmente nipón, es blanco también; los maestros del fuego pasan de blancos a indios. Sólo los maestros de tierra y aire, los más periféricos, siguen siendo japoneses. En sana perspectiva, la decisión del elenco no sabe a incorrecta. Los autorretratos animados japoneses típicamente ya de por sí están más cerca del genoma occidental: altos, ojos redondeados y cabellos de varios colores, por ejemplo. Que los tres protagonistas del film sean hijos de occidente no es una movida del todo inválida.
Posiblemente se trate de la primera película de Shyamalan que no ostenta su emblemático final sorpresa, a menos que contemos el pie para una secuela como tal. ¿Qué tiene de sorprendente? Hay tres temporadas de TV y recién han adaptado la primera. Hay un largo trecho de buen anime por mutilar, digerir y plasmar en la pantalla grande. Después de todo, los niños siempre estarán contentos con ver a sus personajes favoritos hechos reales.
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