Esa parece haber sido una de las primeras verdades que asumió el director Andrés Wood al emprender la magna tarea de llevar al cine la vida de esta mujer portentosa. Wood eligió el retrato de la artista solitaria y contradictoria, en intensa pugna interna con sus demonios, y dejó apenas como bosquejo la desafiante relación que la artista mantuvo con la sociedad chilena de los años 50 y 60, y su activo compromiso político.
La otra verdad –más propiamente fílmica- que vislumbró el director fue que, para retratar a la autora de “Volver a los 17”, tenía que alejarse de las estructuras convencionales de las películas biográficas y explorar un camino en que lo imprevisto y lo intuitivo –características definitorias de la protagonista- jugaran un rol central.
El sexto, más arriesgado y más autoral largometraje dirigido por Andrés Wood (“El desquite”, “Machuca”, “La buena vida”), “Violeta se fue a los cielos”, parte así con el primer plano de un ojo acompañado de un sonido quejumbroso, que supone la apertura de una historia que va a ser contada a saltos en el tiempo y va a tener como bisagras no tanto los hechos cronológicos (narrados a través de una entrevista que Violeta da a la TV argentina) sino que se irá uniendo por medio de imágenes en un espejo, silbidos, acordes de guitarras o un paseo solitario en un nublado bosque sureño.
“Violeta se fue a los cielos” es un filme de montaje, de asociaciones libres y claroscuros, de actores que miran a cámara para distanciar al espectador y sombras que perfilan el espíritu indomable de la mujer telúrica que fue Violeta. No es, al mismo tiempo, la película de la Violeta revolucionaria de “Mazúrquica modérnica”, “La carta” ni “Qué dirá el Santo Padre” (muchos lo echarán de menos), ni la de la estampa del foclor criollo que acomodaría a otros.
La película destina los primeros 20 minutos a la infancia y juventud de Violeta en su campo natal de la zona de Chillán y ahí afirma –mediante buenas locaciones y una precisa dirección de arte- la relación de la artista con las raíces de su tierra, con la cultura atávica que guardan tonadas y décimas.
En esas escenas, Andrés Wood busca el pulso del relato y no todos son aciertos: las imágenes al ralenti de la borracha furia del padre de Violeta se ven retóricas, y la interpretación de “Arriba quemando el sol” ante los mineros –y el posterior aplauso- es posiblemente el momento más forzado de la película.
Sin embargo, cuando en los minutos siguientes Violeta (ya definitivamente encarnada por Francisca Gavilán) canta “Los amores del sacristán” en Polonia, la narración se consolida y aparece la artista en todas sus dimensiones: apasionada, mañosa, impredecible y también sensible, frágil, voluntariosa.
De ahí en adelante, a cada minuto de la fragmentada narración, la actriz Francisca Gavilán construye una interpretación sobresaliente y emotiva, una Violeta llena de matices que da unidad al conjunto y aporte luces sobre una personalidad de marcados contrastes. El hecho de que además ella misma cante las canciones de la película le otorga un realismo contundente a su actuación, al punto que cuesta encontrarle precedentes en el cine chileno. Francisca Gavilán se apodera del personaje de Violeta Parra, lo vive en cada poro y lo trasmite al espectador con la fuerza de la lluvia del sur de Chile.
Impulsada por un motor tan potente como este, “Violeta se fue a los cielos” avanza rauda por escarpados montes de pasión y desamor, de bravura y derrota emocional. Tras la cámara, Wood corre riesgos interesantes, como filmar el encuentro sexual entre Violeta y el suizo Gilbert Fabre a través de unas rendijas (gran escena) y darle a toda la secuencia en París el sentimiento de un amor desaforado, algo poco frecuente en nuestra cinematografía. Apoyado en la formidable fotografía de Miguel Joan Littin, el director se lanza también a filmar las penumbras y la noche hasta el apagón mismo, en un sólido correlato con los estados interiores de la protagonista.
Al final del recorrido de Violeta, en la carpa de La Reina que Wood sabe connotar como aislada tumba, el viento hace vibrar las telas oscuras como el último hálito de vida de la protagonista. Es un gran momento de observación y de cine, en un filme que elude lugares comunes y trampas, y que convence con la coherencia de su propuesta.
Por Rene Naranjo para Bio Bio Chile.
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